Me acuerdo a menudo de aquel invento que destapó la caja de los truenos, que encendió la chispa de la incongruencia existencial. Recuerdo aquel espejo de fantasía que fue condenado a la hoguera, al ostracismo de los objetos. Me acuerdo…aunque no sé si la historia tuvo lugar en mis sueños o en la realidad, lo que, para el caso, carece de importancia.
Los espejos són objetos curiosos. Sobretodo si entendemos que los humanos están formados por dos mundos: el interior y el exterior. De puertas para adentro, tenemos sentimientos, ideas y paranoias. Tenemos deseo, amor y odio, al igual que añoranza y dolor. De puertas para afuera, tenemos una imagen. En la realidad del mundo exterior somos una masa con forma, un cuerpo que nos une a los demás seres humanos. Este, desde fuera, refleja una parte de nuestra realidad.
Pues bien, los espejos nos permiten unir y relacionar estos dos mundos. El mundo interior ve reflejada su imagen, su mundo exterior. La función del espejo es reflejar únicamente lo que existe, la realidad pura y dura, hecho que actua como un portazo seco ante las posibles ilusiones del mundo interior (no refleja lo que queremos ser, sinó lo que somos).
Ahí recae la gracia del invento citado. Me estoy refiriendo a aquel que plasmaba lo que la gente quería o aspiraba ser, y no lo que era. Los hombres y mujeres del planeta veían en su reflejo todos sus anhelos hechos realidad, todas sus aspiraciones vitales convertidas en una imagen gracias al misterioso espejo. Los poderes de este llegaban hasta el punto de hacer posible, por unos momentos, que la realidad interior de cada uno se manifestara libremente ante el mundo de lo material. Así, el pobre se convertía en rico, el rico en más rico aún, los niños en super-héroes y los ancianos en jóvenes. Los enamorados solitarios aparecían acompañados y los matrimonios se separaban; los homosexuales reprimidos dejaban de serlo, mientras que los jóvenes artistas (escritores, músicos, etc. ) adquirían inmediatamente un aire de intelectualidad, una pose de erudición. Los feos eran guapos y los guapos, agradables. Hasta las aspiraciones de los suicidas se cumplían al borrar su reflejo.
Aunque en los primeros días las ventas del objeto en cuestión se vieron afectadas por la incertidumbre que plantea una innovación de tal calibre, poco a poco fue evidenciándose un rotundo éxito del producto. Fue extraordinario convertir, por momentos, los sueños en realidad, pues todos tenían algo que mejorar, alguna meta a la que llegar, o simplemente una ilusión por cumplir.
El espejo necesitaba de la infelicidad de la gente, y ahí recayó su éxito inicial. Todos somos infelices en mayor o menor medida, y todos aspiramos a ser algo que nunca seremos, algo que nos dé motivos para no aborrecer la existencia.
Pero, como no podía ser de otra manera, una inyección tan desmesurada de felicidad fugaz trajo consigo duras consecuencias. La gente empezó a huir de su realidad para centrarse sólo en su reflejo; cada vez se hacía más duro vivir con la imagen del mundo exterior y no la que reproducía aquel objeto: el mundo entero se pasaba horas delante de su sueño, dejando de lado las obligaciones cuotidianas más esenciales. La felicidad que producía el artilugio convirtió la realidad en una pesadilla, y la vida sin el reflejo aconteció mundana, aburrida y gris; de hecho ya lo era antes de que apareciera el revolucionario invento, pero los sueños aportaban algo de color y esperanza a la vida. Con el espejo, los anhelos aparecían instantaneamente sin la necesidad de imaginar, sin hacer el esfuerzo de desear. Las calles se vaciaron de gente y se llenaron de fantasmas, de personas sin alma que evidenciaban una dependencia cada vez mayor de dósis de felicidad. Hasta que aparecieron medidas para remediar el caos: se prohibió el espejo y se crearon centros de desintoxicación de felicidad para, de manera lenta y progresiva, volver al mundo del empeño y el afán, a la realidad de la aspiración y el proyecto, a la del capricho.
Fue muy duro volver a asumir el mundo tal y como era, al igual que volver a luchar por nuestras ilusiones, tan deseadas como intangibles. La mente crea una imagen desfigurada de lo que se quiere llegar a ser, y la vida consiste en intentar que ese espejismo se convierta en una forma exacta y completamente definida en la realidad. El ser humano no está preparado para la existencia sin una meta, ya sea real o ficticia. La felicidad gratuita no existe.